Hay políticos, ellos se siguen llamando así, aunque otros muchos los definiríamos como parásitos, que han hecho de funambulismo suicida una filosofía de vida. Son especialistas en caminar a lo largo del delgado alambre de la verdad, su verdad, sin importarles quién ha de seguirlos por él. Algo así, como lo que sucedía en las películas en blanco y negro de Tarzán, en las que cuando pasaban por un acantilado y un africano caía, maldecían por la pérdida de la carga, pero no del porteador. Y nadie parecía molestarse por ello.
Ese adormecimiento de la sensibilidad social ahora nos remueve las entrañas y nos parece despreciable, pero sigue sucediéndose en la televisión actual, con imagen digital y a todo color. Vemos a esos sucedáneos de políticos gestualizar y poner cara de decir cosas importantes, leemos los destacados descontextualizados a pié de pantalla, pero parece que no oímos lo que dicen. Ellos siguen su camino, sin importarle qué les pase a los que van detrás.
A veces, quiero pensar que se trata de un simple problema técnico. La tendencia de fabricar paneles cada vez más delgados está haciendo que el tamaño de las cajas acústicas de las televisiones se reduzca hasta mínimos que hacen imposible montar drivers convencionales de dimensiones aceptables. Y eso afecta a la calidad del sonido. No oímos bien. Y ellos siguen hablando para sí mismos.

Se puede acusar a los demás de ser machistas y ejercer el más despreciable comportamiento paternalista con una mujer. Se puede acusar a los demás de no respetar a los adversarios y descargar el dedo acusador y una verborrea violenta hacia esos mismos sin poner un solo papel encima de la mesa que lo justifique. Se puede acusar a otros del uso de las instituciones en su beneficio y contra uno mismo, al tiempo que se sienta plaza en el CNI y se miente en sede judicial. Y lo realmente preocupante es que, cuando el camino de estos advenedizos de la política llega a un punto sin escapatoria, se revuelven enfurecidos y la emprenden a zarpazos contra los que van detrás. Todo por mantenerse aferrados a su nueva vida.
La campaña de algunos partidos políticos con el rey emérito Juan Carlos I no se justifica en la defensa de los derechos e igualdad de los ciudadanos españoles, sino en el morbo de una historia de faldas digna de la revista Pronto, y en la necesidad de tapar a toda costa, y caiga quien caiga, la atención mediática del escabroso comportamiento del actual vicepresidente del Gobierno, Pablo Iglesias, con su anterior asesorara Dina Bousselham, que ha derivado presuntamente en un extenso catálogo de delitos que van desde la destrucción de pruebas, a la mentira en sede judicial.

El morbo del Rey y la pseudo-princesa alemana, unidos a los cuernos a Doña Sofía y el dinero Saudí, tienen más tirón mediático que las intrigas de un ex profesor universitario con aspecto de mesías aficionado a las relaciones con señoritas más jóvenes a las que prometía matrimonio –dicho por ellas- hasta que la efímera pasión se evaporaba junto a sus promesas, como se evapora el aroma de un bocadillo de sardinas. Nunca fue bueno comparar champagne con sardinas, aunque sea más partidario de lo segundo.
Quizá Pablo Iglesias crea que sus volantines sobre la cuerda floja pasarán desapercibidos y que, sus creyentes, cada vez menos, a juzgar por lo que desprenden las autonómicas en Galicia y Euskadi, le mantendrán como líder supremo. La juguetona entrepierna borbónica es sólo una excusa, como lo es atacar la inviolabilidad del Rey en España –vale para el emérito, y el actual- para seguir aferrado al poder.
Pablo no es tonto, aunque lo parezca por sus declaraciones contra las mujeres que lo han aupado donde está. Eliminar la inviolabilidad del Rey obliga a reformar la Constitución Española. Y esto a su vez, más allá de obtener el apoyo de las 2/3 partes del Congreso y el Senado, obliga a concluir la legislatura y convocar elecciones. De verdad alguien se cree que Sánchez o Iglesias se arriesgarían a unas elecciones con la que está cayendo con los muertos y la gestión del Covid en España.

Una cosa es poner cara de compungido –Pedro Sánchez- y largar eso de que las informaciones sobre las actividades del Rey emérito ”son perturbadoras e inquietantes» para “millones de españoles, yo incluido –en palabras del Presidente del Gobierno-«. E incluso atreverse a lanzar un alegato moralista en el que se afirma que “no hay impunidad en nuestro país” y que es necesario “revisar los aforamientos de los cargos públicos”, algo a lo que se han opuesto en varias ocasiones, por cierto.
Y sí, no nos olvidamos que Pedro Sánchez envió al Congreso, en enero de 2019, tras un informe positivo del Consejo de Estado, un proyecto de modificación de los artículos 71.3 y 102.1 de la Carta Magna, para limitar el aforamiento ante la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo a los delitos cometidos por diputados y senadores y miembros del Gobierno «en el ejercicio de las funciones propias del cargo». Claro que, sorprendentemente no salió a delante. Una cosa son las intenciones verbales y otras las reales.
Y, ya que hablamos de reales, la Constitución Española defiende la inviolabilidad del Rey como Jefe del Estado. Y esto protege a Juan Carlos I de todos sus actos cometidos antes de su abdicación, en junio de 2014, momento a partir del cual sí quedó aforado ante el Tribunal Supremo. O, lo que es lo mismo, que el monarca emérito no podría ser juzgado por los 100 millones de dólares procedentes de Arabia Saudí, sean o no por el contrato del AVE de Medina a La Meca.
Jugar a ser un funanbulista lleva a esto. A perder el pié en uno de esos pasos y ver que no hay red de seguridad. Pablo Iglesias acabará condenado. El Rey emérito saldrá en la prensa rosa por sus deslices matrimoniales impropios de un caballero. Y Pedro no reformará la Constitución porque una cosa es lo que se dice y otra lo que se hace. Esa es la filosofía de Pedro. O acaso tienen una televisión de última generación en casa.