La simbología amarilla en Cataluña: en vías de extinción

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El conflicto catalán, que no proceso porque no avanza hacia ninguna parte, continúa en su escalada hacia el enfrentamiento civil, y el nuevo gobierno de Pedro Sánchez renuncia a resolverlo en esta legislatura, ni en diez si de los socialistas dependiera.

Lo que más me molesta de la ocupación de los espacios públicos con la simbología amarilla por toda Cataluña es que dan la impresión de ser muchos más de los que son. En realidad, los actos de apoyo a los presos golpistas suelen fracasar por falta de asistencia, con el lógico e inevitable hartazgo de la población. Los activistas amarillos son unos cuantos, muy pocos, la mitad de los catalanes los ve con simpatía pero pocos son capaces de mover un dedo.

Una democracia sana depende de la pluralidad política y de la alternancia en el poder. El tradicional pensamiento popular «hay que echar a estos golfos» acaba provocando el relevo en los gobiernos, y cuando no es así es que algo está fallando. Y el nacionalismo lleva gobernando en Cataluña durante toda la democracia española, con Convergencia o con ERC, en solitario o en coalición, pero gobernando desde 1980.

Ni siquiera los espacios naturales se libran del vandalismo lazi

Que un ginécologo, se supone que de excelsa formación, insulte con inusitada saña y violencia a nuestra compañera Lorena Roldán por decir que el gobierno de Torra más que estabilizar desestabiliza, es buena muestra del nivel de frustración, irritación y rabia que está alcanzando el independentismo. La simbología amarilla ocupando los espacios públicos envalentona a estos personajes, que no se dan cuenta de lo solos que están. Cuando sólo una simbología política está presente, puede llegar a resultar asfixiante, y sin duda perjudicial para la democracia.

Si en la calle donde vivo una determinada simbología política, de cualquier signo, ocupase los espacios públicos, tras un tiempo prudencial, un mes, dos meses, acabaría por colaborar en su eliminación. Lo intentaría de madrugada, o al salir pronto de casa para ir a trabajar, cuando nadie me viese, aunque a cara descubierta, porque no me gustan los enfrentamientos. Y a la mínima sospecha, lo dejaría, no pasa nada, ya volvería al día siguiente, que el tiempo pasa muy despacio.

De hecho, en Torrent, que es la ciudad en la que nací y más he vivido, hay una especie de sabiduría popular invisible que pone las cosas públicas en su sitio. Si, por ejemplo, una planta molesta la visión en un cruce, al cabo de un tiempo aparece podada, no por los servicios del Ayuntamiento, que se negaron a hacerlo por el motivo que fuese, sino por «alguien», un vecino anónimo. Hasta se han llegado a cambiar señales de tráfico, que así se han quedado porque a todos beneficiaba.

Estatua de Manolo Escobar en Badalona

De hecho, funcionan mucho mejor las cosas cuando, dentro de un orden, todos interactúan con la cosa pública que cuando alguien la dirige, por muy listo que sea. Por eso, creo que ha llegado el momento de que los catalanes pacíficos, lo que no quieren líos, poco a poco, de forma callada, un día un lazo, otro una estelada, solos o en pequeños grupos, vayan devolviendo los espacios públicos a la normalidad. Como si nada…

La única solución incruenta a este conflicto es que los independentistas se den cuenta que no son más que los demás.

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