Confundir el culo con las témporas

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Puede que fuera en noviembre de 2007, durante la XVII Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado y de Gobierno, celebrada en Santiago de Chile, cuando la imagen de Juan Carlos I de España alcanzó su cénit y empezó su curva descendente. Ese momento, en el que lo humano solapó el halo cuasi divino que lo había rodeado y, porque no decirlo, protegido hasta la fecha.

Y tuvo que ser Venezuela, bajo el mandato militar de Hugo Chávez, quien sacase a la luz el lado más humano del entonces Rey, cuando tras diversas interrupciones durante el discurso del entonces presidente del Gobierno, José Luís Rodríguez Zapatero, increpando al ya ex presidente José María Aznar y su posicionamiento junto a Estados Unidos contra el régimen bolivariano. Ese momento, en el que ante la indolencia del mandatario socialista, que algunos tildaron de conciliadora, cuando Chávez acusó a Aznar, y a los españoles, de “fascistas”, y él respondió aquello de: “No seré yo el que esté cerca de las ideas de Aznar, pero el ex presidente Aznar fue elegido por los españoles y exijo…”, siendo nuevamente interrumpido por Chávez, una y otra vez. Hasta que Juan Carlos I tuvo que hacerse notar, señalar a Hugo Chávez y alzando la voz dijo aquello de: “¿Por qué no te callas?” Unas palabras que dieron la vuelta al mundo. Y que lo devolvieron al objetivo de la prensa internacional.

No era la primera vez. El culo real al sol en la cubierta del yate Fortuna fue un hito de los paparazzi italianos en 1995 que aquí paso casi desapercibido. Las redes sociales no existían y las instantáneas del monarca desnudo quedaron a buen recaudo. Lo mismo hubiera pasado con el viaje acompañado de la princesa alemana Corinna zu Sayn-Wittgenstein a Botsuana, aireado por el diario alemán Bild. Nada hubiera trascendido en la España de 2012, ahora sí ya con Twitter y Facebook en la liza, si una rotura de cadera no le hubiera obligado a pasar por quirófano. Y, claro, si la crisis económica no estuviera en su momento álgido en nuestro país y hubiera que distraer la atención de las masas. Ahí quedó otra frase para la historia: “Lo siento mucho, me he equivocado y no volverá a ocurrir”.

El resto del periplo, fue una serie de caídas constantes, físicas y emocionales. Y la rapidez con la que la prensa internacional le perdió el poco respeto que aún le tenía, avivados por el éxito de los trapos sucios de la monarquía británica, entre otras. Un descenso a los infiernos que todavía no ha concluido, a pesar de ser ya emérito y estar retirado de la vida pública.

Los tribunales tendrán que hablar, pero entretanto, los ejércitos de desinformación histórica hacen su agosto lanzando sentencias, sin mayor sustento que rumores y especulaciones, sobre las que nadie tendrá que pagar cuentas después. La paciencia y la reflexión brillan por su ausencia en el mundo de las RRSS. Y se tiende a confundir churras con meninas. O el culo con las témporas.

Lejos quedan fechas como el 7 de enero de 1982, cuando el entonces rey Juan Carlos I de España recibió el Premio Carlomagno por su “defensa de los valores democráticos”. Un galardón concedido por el Ayuntamiento de Aquisgrán (Alemania), y que se otorga a la personalidad internacional que haya contribuido más “al entendimiento y a la cooperación internacional en el plano europeo” y “por sus servicios a la humanidad y a la paz mundial”. Fue el primer monarca que lo recibía desde su creación en 1949, pero no el primer español. Antes fue premiado el filósofo e historiador Salvador de Madariaga. Y, posteriormente, recaería en el hoy ex Presidente del Gobierno, Felipe González; y en el Alto Representante para la Política Exterior de Seguridad Común de la Unión Europea, Javier Solana. Ya saben, el conocido como Mr. Pesc.

Un premio cuyo prestigio, como el del monarca, ha ido decayendo desde la mística con la que se sigue tratando al premier británico Winston Churchill, al francés François Mitterrand o el americano Henry Kissinger. A la menos benevolente visión que se tiene sobre Tony Blair, Bill Clinton o Ángela Merkel. Nunca fue fácil ser mujer en política.

Más lejos quedan sus servicios a la patria en 1976, cuando el entonces rey Juan Carlos I firmó el Pacto internacional de Derechos Civiles y Políticos, texto conforme a los principios de la Carta de las Naciones Unidas, que promovía la obligación de los estados del respeto universal y efectivo de los derechos humanos y sus libertades. Y cuya expresión quedaría recogida en el Artículo 14 de la Constitución Española. Díez años habían pasado desde que se pusiera en marcha el pacto, meses desde que nuestro rey emérito subió al poder y lo firmó.

Y cómo olvidar, un año después, cuando avaló la Ley para la Reforma Política del régimen sobre el que el Estado había basado su mandato durante 4 décadas, esto es, ponía en negro sobre blanco la orden por la que finalizaba el llamado régimen franquista. Y su esfuerzo porque pasarán sólo meses para las prometidas primeras elecciones democráticas que devolvieron la voz al pueblo, reconocidos legalmente los partidos políticos, independientemente de su ideología.

Cuando Juan Carlos I dijo aquello de “veo cumplido un compromiso al que siempre me he sentido obligado como rey: el establecimiento pacífico de la convivencia democrática sobre la base del respeto a la Ley”, hizo historia. Quizá, la transición a la democracia, no le diera respiro al monarca, o quizá no era aficionado al cine, pero seguro que podría haberse visto reflejado en “El hombre que pudo reinar (The man who would be king)” de John Houston. Coetánea epopeya basada en un relato de Rudyard Kipling, en la que Sean Connery sería un espejo de nuestro Juan Carlos I. No hay nada más humano que creerse divino, pero te puede dejar con el culo al aire, aunque sea en un yate.

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