Cada vez que oigo repetir que dos millones de catalanes no van a cambiar de opinión porque no se está haciendo ningún esfuerzo para recuperarlos, me pregunto qué esfuerzo de está haciendo para convencer a los más de dieciséis millones de españoles que votaron a partidos constitucionalistas en las últimas elecciones generales. Y cuyo número, según las encuestas, no ha cesado de crecer y probablemente alcanza ya los veinte millones.
No se puede negar que el nacionalismo catalán, y por ende el resto de los nacionalismos periféricos han perdido por culpa del separatismo buena parte de su atractivo y su glamour. El más perjudicado, sin duda, va a ser el catalanismo tardofranquista, los subscriptores de Serra d’Or, como los denomina Josep Maria Cortés en su excelente artículo que acaba de publicar en Crónica Global sobre la doble traición belga.
El nocivo efecto de este conflicto del absurdo, de una independencia impostada, recurrente y perjudicial para todos empezando por los propios independentistas, puede ser un retroceso no sólo en la descentralización política sino también en la cultural, lo cual es hasta más peligroso. A quién se le ocurriría ahora programar un concierto de Lluis Llach en Tenerife, donde por ejemplo tocó en época preconstitucional. Por cierto, el diputado catalán más rico, con 9,8 millones de euros de patrimonio, que le aseguran que no va a pasar apuros para llegar a fin de mes con independencia o sin ella como nos pasa al resto de los mortales.
No sólo afecta a estos casos tan destacados y notorios sino también a representaciones culturales más modestas. Quién, sin ser independentista, se va a dejar engañar para ir, por ejemplo, al Festivern de Tavernes de la Valldigna para que le saquen banderas esteladas y le llamen opresor, torturador y no sé cuántas cosas más, como le pasó la última vez a una buena amiga mía.
Desgraciadamente, la radicalización de las posturas políticas se traslada a las culturales, impregnando de sectarismo casi cualquier acto cultural, cuando antes se podían disfrutar con naturalidad y neutralidad. Y esto puede suponer, lamentablemente, un retroceso en la aceptación general de cualquier elemento cultural en lenguas minoritarias.
Por eso, hago un humilde llamamiento a los artistas y agentes culturales en lenguas vernáculas para que instrospectivamente valoren si prefieren ser Serrat o Llach, Coixet o Rahola, etc. Y el mismo llamamiento, igual de humilde, hago a los constitucionalistas amantes de la diversidad cultural para que no colaboren en propagar el odio hacia las culturas minoritarias españolas.
Seamos culturalmente diversos; todos.