Emmanuell Macron, ganador de la primera vuelta de las presidenciales francesas que se enfrentará a Marine Le Pen en la segunda, no es neoliberal en el sentido en el que estamos acostumbrados a escuchar este término.
No es thatcheriano, como si lo era Fillon, el candidato conservador, no es de la Escuela de Chicago, ni muchísimo menos, no es su intención privatizar los servicios públicos. Sin embargo, tiene que cargar con esta etiqueta y el desprecio de la izquierda por su pretensión de reformar dos aspectos tabú de la economía francesa: las coticaciones sociales y las prestaciones por desempleo.
Macron pretende reemplazar una parte de las cotizaciones sociales por un aumento de la contribución social generalizada (CSG), un impuesto francés que grava no sólo los salarios y es recogido directamente por el estado. Esta medida beneficiaría a los trabajadores pero más aún a los empresarios, y en definitiva rebajaría los costes laborales.
También pretende cambiar el seguro de desempleo para hacerlo menos dependiente de lo que se haya cotizado previamente. Su propuesta supone universalizarlo, incluyendo a los autónomos, y alargarlo en el tiempo siempre que se demuestre una activa búsqueda de empleo, a semejanza del modelo danés.
En resumen, convertir una seguridad social contributiva, tanto cotizas tanto recibes, financiada por contribuciones y gestionada por los sindicatos, en un sistema universal que abarca a toda la población, financiado con impuestos y controlado por el Estado.
Este planteamiento rompe todo el esquema de lucha de clases, de la división de la renta entre empleados y empleadores. Porque ya no vivimos en un mundo de empresarios ricos y trabajadores pobres, hay muchos trabajadores ricos, como los directivos, y empresarios pobres, como artesanos, músicos, taxistas, etc.
Después está la cuestión de la austeridad, que para Macron es consecuencia de la irresponsabilidad, y a nadie le gusta que le recuerden que ha cometido errores.