Parece que haya pasado una eternidad, pero las elecciones nacionales fueron hace escasamente tres meses. En ellas, el ahora presidente en funciones y candidato a la renovación en el cargo Pedro Sánchez dijo por activa y por pasiva que nunca pactaría con independentistas para gobernar.
Perdonen que me ponga bíblico, pero sea por el nombre –Pedro-, sea por la negación interesada de lo que antes defendiera a capa y espada en la que recae perpetuamente el líder socialista, este periodo que vivimos me recuerda a la narración de la Última Cena, cuando Jesús de Nazaret anuncia su muerte a los discípulos y les dijo que muchos negarían haberlo conocido y mucho menos haberlo seguido. Concretamente a Pedro le dijo explícitamente “En verdad te digo que esta misma noche, antes que el gallo cante, me negarás tres veces.” Y Pedro, con su fervor y media sonrisa en la que se recrea tantas veces ante el espejo o la cámara –permítanme la licencia histórica- le dijo: ”Aunque tenga que morir contigo –políticamente, se entiende-, jamás te negaré”.

Retornando a nuestra era, imagínense la noche del 23 de abril a Pedro Sánchez negando en el debate de Antena 3 un pacto con los independentistas ante la previsión de no necesitar a nadie y, en todo caso, pedir la abstención de los perdedores. Abstención, por cierto, que él no otorgó al dimitir voluntariamente como diputado antes de la votación para la investidura de Mariano Rajoy, acordada por su partido.
Resueltas las elecciones y sin una mayoría suficiente para Gobernar en solitario, Pedro Sánchez, presidente en funciones y candidato a la reelección, denunciaba el cordón sanitario de Ciudadanos a un hipotético gobierno de ambas formaciones y entreabría la puerta a un entendimiento con Unidas Podemos, subrayando que no quería que la gobernabilidad descansase en los independentistas.
No cabía duda del compromiso del líder socialistas cuando pronunció aquel discurso que le había llevado a la victoria: “Los líderes independentistas no son de fiar, han mentido a los catalanes. En privado dicen una cosa bien distinta a lo que dicen en público, reconocen que la independencia no es posible y están metidos en un laberinto que se han creado con sus propias mentiras”. Era la traca final de la campaña en el último mitin.

Solo dos días antes, la vicepresidenta, Calmen Calvo, señalaba en Cadena SER que su intención era gobernar con su «propia fuerza» pero recordaba que todos los partidos que concurren a estas elecciones son legales y que la representación que obtengan está amparada bajo las reglas de la democracia. «Todos vamos a tener que hablar con todos y, mientras los partidos que concurran sean legales, vamos a tener que hablar con todos», dijo. Y eso incluía a los nacionalistas, claro.
Y llegó la primera negación antes del gallo.
Las elecciones le fueron bien, pero no lo suficiente para iniciar un Gobierno absolutista. Sánchez ofreció a Unidas Podemos un pacto de gobierno, pero aun así los números no daban para sumar los 176 diputados necesarios (123 PSOE +42 UP =165). Y entonces no dudó el tratar de sumar a los nacionalistas a su gobierno multi-partito sin despreciar a ninguna formación –ERC, JuntsxCat, Bildu, PNV, Compromís…- Todas ellas nacionalistas, aunque eso ya no importara en el discurso del presidente, cuyo único argumento era la falta de responsabilidad de los partidos constitucionalistas –PP y Cs- para dejarlo gobernar, obviando a VOX, cuyo programa le parecía más execrable que el de Bildu, ERC o JuntsxCat, por poner algunos ejemplos.
Y llegó la segunda negación antes del Gallo.
Se presentó a la investidura tras mentir al Rey sobre sus apoyos, y a los que le podrían apoyar sobre su cambio de talante. Entre la ronda de contactos regia, y el día de la investidura, modeló de nuevo su discurso para que todo lo que había prometido en privado no saliese a la luz, pues él no era de los que renegaba de su discurso público ante la ciudadanía.
Que diferencia de comportamiento –o pragmatismo político- con Mariano Rajoy que, en enero de 2016, un mes después de las elecciones del 20 de diciembre de 2015. Tras una ronda de consultas con el monarca y constatar que no tenía los apoyos suficientes para conseguir ser investido por segunda vez, declinó el ofrecimiento de Felipe VI.

Pedro Sánchez, con tan solo 89 diputados, se atrevió a presentarse. Era su primer momento histórico, porque por primera vez el líder de un partido que no había ganado las elecciones -las de diciembre las ganó el PP más holgadamente que el PSOE las actuales- se presentaba a una votación de investidura en el Congreso. Fracasó, obviamente. Y nadie nos dimos cuenta –o no quisimos darnos cuenta- de su trilerismo político. Pues ya en esa ocasión intentó, sin éxito, una mayoría alternativa con Podemos y partidos independentistas y nacionalistas.
La historia ya escrita nos llevó a unas nuevas elecciones que, ganó otra vez Mariano Rajoy –apoyado en programa por Cs-, y se saldaron con la abstención del PSOE para evitar unos terceros comicios, y la ya referida decisión de Pedro Sánchez de dejar su escaño antes de permitir con su abstención que Rajoy siguiera gobernando. Justo lo que pide ahora al PP y a Cs.
Ante un escenario similar al de hace tres años y tras una moción de censura victoriosa. Pedro Sánchez impone una estrategia de presión para hacer ver a los partidos representados en el arco parlamentario, especialmente a Unidas Podemos, que es factible que haya nuevas elecciones generales si fracasaba su investidura, y que no habrá segundo intento de investidura.
La realidad es que el mapa de apoyos a Sánchez quedó únicamente circunscrito al diputado del PRC (123 PSOE + 1 PRC = 124), pero los partidos que representan a los políticos presos, bien sea ERC que apostó por la abstención, bien JxCat, que dejó claro que no se planteaba «cheques en blanco» al PSOE, pero tampoco «líneas rojas», mostraron su sintonía con el PSOE, negociación de la que nada se ha hecho público por las partes.
Sánchez añadió, a la de vencedor de la primera moción de censura de la democracia, el discutible título de ser el primer candidato con dos investiduras fallidas. Y no, como pretendía, como el impulsor del primer gobierno de coalición desde la II República. La realidad es que queda como el primer candidato que sale dos veces del Congreso sin ser investido.
Y he aquí, que llegó la tercera negación antes del Gallo.
De la amenaza de nuevas elecciones generales si fracasaba la investidura de julio –como así ha sido-, y la rotunda afirmación de que no habrá segundo intento de investidura, pasamos a un nuevo cambio de rumbo en el discurso político de Pedro Sánchez.
La investidura fallida no conlleva automáticamente la convocatoria de elecciones generales –tampoco nos sorprende tras el discurso de la moción de censura con igual promesa incumplida-, sino una nueva cuenta atrás de dos meses para que los 350 diputados encuentren al próximo presidente del Gobierno. O, lo que es lo mismo, que el PSOE –o cualquier otro partido, aunque la aritmética parlamentaria no invita a pensar en otras alternativas– logre apoyos suficientes para una segunda investidura. Sí, esa que no se produciría nunca si Pedro Sánchez no era investido a las primeras de cambio.
Ahora, la pregunta más determinante es ¿hasta el 23 de septiembre solo puede haber una investidura más? Pues, en realidad no. La Constitución contempla que, respetando el protocolo -ronda de consultas del Rey, propuesta de candidato y sesión de investidura con discursos de los líderes políticos- podemos estar así los próximos dos meses. Eso sí, Llegados a esta fecha, automáticamente se convocarían elecciones generales para el 10 de noviembre. Vamos, que Pedro Sánchez puede arrebatarle al pescador Simón Pedro –San Pedro, para los creyentes- el récord de la triple negación. Y lo que es más sorprendente aún convertirse en el único político del mundo en conseguir presentarse a tres investiduras y perderlas, o no. Vamos, Pedro. Tienes en tu mano pasar a la historia por méritos propios y que te escriban una biografía que seguro sería un Best-Seller, con lo que no te haría falta trabajar nunca para poder vivir de tu legado político.